martes, 30 de agosto de 2011

Los dardos y los días (Por Dr. Di Bolazzo)

                                               Los dardos y los días
   Si esta habitación semi-cerrada y con neblina no fuera tan espontánea, sería tal vez saludable para mi organismo. No sería el medio óptimo, desde luego, pues la propia neblina en un lugar cerrado indica que el aire no es del todo puro; pero no creo que esa solitaria condición lo hiciera peligroso.
   Lo cierto es que la espontaneidad del cuarto se parece a mucho a una intencionalidad marcada por un propósito definido: fastidiarme. Cómo es que una pieza adquiere semejantes facultades, lo supe quizá en algún momento pero, ocupado como estoy en sobrevivir aquí dentro, olvidé la naturaleza del complicado proceso (si es que lo hubo y todo no fue, sin más, un repentino cambio) que desembocó en dicha adquisición. Un hombre en peligro constante pierde rápidamente la modalidad teórica de pensamiento y la sustituye por una reflexión sobre hechos concretos.

   Ocurre que debo estar atento en forma permanente, aun cuando dormito -nadie podría decir que duermo alguna vez- a los dardos que vuelan de aquí para allá, cortando horriblemente las nubes, clavándose en muebles y paredes y, con mayor frecuencia, en mi propio cuerpo. Así paso los días y las noches, en un continuo entresueño, esquivando todos los dardos que puedo, que no son pocos. Basta que me duerma, que pierda por un instante la conciencia, para que un dardo se incruste en mi carne. Si hace frío, los dardos tardan más tiempo en interrumpir mi dormitar, pues en esas condiciones, en general, me hallo tapado por la frazada, y no llegan a hincarse en mí. Si hace calor, en cambio, basta un dardo para despertarme, con frescos hilitos de sangre corriendo por mi piel. Pero esto no significa que el frío me favorezca, sino más bien todo lo contrario, pues al no ser poder ser despertado por un solo dardo, debo ser despertado por cientos y tal vez miles de ellos, es decir, sobre mí cae una violenta lluvia de dardos hasta que despierto, saco mi cabeza de abajo de la frazada, y cuatro o cinco dardos se hunden en mi rostro. Probabilísticamente ya tendría que haber perdido ambos ojos, dado el tiempo que hace que esto ocurre, pero agradezco que se trate de una relación probabilística. En verdad podría evitar esta particular situación desagradable, podría no sacar la cabeza, pero en ese caso me vería obligado a permanecer para siempre bajo la frazada, lo cual sea quizá demasiado. Es cierto que los dardos duelen mucho, pero la idea de una vida bajo una frazada resulta peor aun, al menos en principio. En todo caso debería hacer la prueba fundamental y quizá fatal: no salir de abajo de la manta por unos días. Lo hubiera hecho ya, cada día tengo más ganas de hacerlo, pero me inhibe la siguiente relación: a mayor tiempo que paso bajo la cobija, mayor cantidad de dardos cae sobre mí. Es fácil darse cuenta de que llegaría un momento en el cual la habitación completa estaría llena de dardos, desde el piso hasta el techo, y ya no podría salir nunca más de ella, pues mi cama se encuentra en el lado opuesto a la puerta de salida y la ventana. Por lo tanto, si decido no salir, será difícil volver atrás después de cierto tiempo. También es verdad que de todas maneras no puedo salir del cuarto, pues han trabado la puerta y la ventana da al abismo, pero al menos tengo la libertad de moverme dentro, la cual dejaría de existir, naturalmente, si la pieza estuviera repleta de dardos.
   La situación sería realmente letal si no fuera por mi sorprendente capacidad de adaptación, que me ha permitido adquirir la habilidad de esquivar la mayoría de los dardos, me encuentre acostado, de pie o sentado. Incluso puedo estar leyendo en mi escritorio y esquivar dardos cuyo blanco parece ser mi  nuca o mi columna vertebral.
   Los dardos se agrupan en tres categorías: dorados, negros y negros o dorados (alternan entre ambos colores en forma continua). Los dorados son comestibles y los negros bebibles si se los exprime un poco. En cuanto a los de la tercera categoría, tan pronto son comestibles como bebibles, lo que implica, por ejemplo, que mientras mastico se hacen líquidos, pero no bien los estoy tragando se tornan sólidos nuevamente, y en ese caso lo más probable es que me atragante, a pesar de que también a esto me estoy acomodando. Se comprende, entonces, que los dardos, además de ser una amenaza y un castigo, son también mi felicidad, pues sin ellos moriría en pocos días. Si no tuviera que mantener mi atención siempre enfocada en el esquive de dardos, tal vez tendría tiempo para reflexionar acerca de si una vida en la cual lo único que hago es esquivar dardos tiene tanto valor como para ser conservada. Pero es tan intensa la inquietud emocional que experimento, a pesar de un lento pero creciente acostumbramiento, que difícilmente podré, al menos hasta dentro de unos años, dedicarme a esa cuestión filosófica.
   Dardos y miedo no son mis únicos problemas. A ellos se suma la fatiga producida por un movimiento que no cesa jamás. Sinceramente, algunas tardes, estoy tan cansado que quisiera pararme en el centro de la habitación, con el cuerpo relajado en inmóvil, y dejar que absolutamente todos los dardos se incrusten en mí. No obstante, ¿qué conseguiría al fin y al cabo? Solo más dardos y más dolor, con lo cual volvería quizá a lo mismo de antes, a seguir esquivando, con la decisiva diferencia de que este pensamiento -no esquivar más- dejaría de determinar esta suerte de mágica ilusión que hoy por hoy determina en mí. Pues, sí, cuando pienso en esto, siento algo así como una fantasmal pero revitalizadora esperanza de que esa decisión hará que el ataque termine para siempre. Pero es tan infundado este sentimiento que no actúo en consecuencia. De todas maneras, me conforma tan solo con sentir la esperanza, ella es quizá lo mejor que me pasa en estos tiempos. Creo que por nada del mundo debo dejar que el deseo (de pararme en el centro, inmóvil, para que todo termine) me lleve a una acción que acabaría con el único sentimiento agradable que experimento.
   En otros momentos reflexiono acerca de una fuga, pero pronto dejo de hacerlo. Hacer un agujero en la pared me costaría años, pues solo dispongo de dardos para lograrlo. Tampoco sé a dónde me llevaría un agujero semejante. Ahora bien, yo realmente espero que la pieza abra la puerta en forma espontánea mucho antes, pues así como un día la puerta se cerró, sin ningún motivo, y comenzó este particular estilo de vida, así tendrá que abrirse algún día. Algunas veces pienso en la ventana, pero no sé qué ganaría con salir por allí, pues no vivo precisamente al nivel del suelo.
   Más allá de la puerta existe un puente de unos veinte metros que comunica la pieza con la escalera que debería llevarme a la planta baja. Cualquiera que hubiera transitado ese puente, y se hubiera detenido a medio camino para echar un vistazo hacia abajo, comprendería lo incierto que sería tirarme por la ventana- solo puede verse un abismo en el cual se esparcen nubes negruzcas y humo, pero jamás se ha podido ver el suelo. A decir verdad, ya no podría afirmar que exista dicho límite. Si he hablado de una escalera que me llevaría hacia la tierra, ha sido solo basándome en una hipótesis, pues no he tenido noticias, desde hace mucho tiempo, del piso. Porque la vergonzosa verdad es que en la época en la que aun la puerta estaba abierta, nunca llegué al fin de la escalera, pues mis descensos se extendieron tanto en el tiempo que la escalera parecía interminable, de modo tal que cuanto más tiempo me dedicara a bajar, más peligrosa era una eventual subida; era así que después de horas y horas, bajando escalones sin nada que me indicara que me encontraba más cerca del suelo, me invadía el temor de no tener ya fuerzas para regresar a la pieza, quedándome atrapado en cierto nivel desconocido de la escalera. A medida que los meses pasaban mis intentos de llegar a tierra disminuyeron casi a cero. En los últimos tiempos dedicaba más energía a maldecir a quienes me habían alquilado semejante cuarto que a pensar en cómo llegar al suelo, buscar otra morada y no volver nunca más. En efecto, al rentar la pieza yo sabía que se hallaba muy en lo alto, e incluso ese fue uno de los motivos por los cuales la alquilé. Obviamente, yo no estaba al tanto de que este cuarto tenía una ubicación tan compleja. "Se encuentra en lo alto" se habían limitado a decirme, y no me pareció mal. Además, al llegar al lugar, existía una radical diferencia con lo que ocurrió después: en ese entonces había un ascensor. No obstante, pasada la primer noche, jamás volví a verlo. Dicho ascensor comunicaba la tierra con el centro del puente. Hoy solo se ven sus cables de acero, que se extienden indefinidamente hacia arriba y hacia abajo, pero de lo demás, nada sé. Es cuanto a la estructura metálica a través de la cual se movía, ha sido derribada, y no sabría decir por qué se mantienen todavía los cables.
   En la era en la cual conservaba aun la intención de volver a tierra, después de los primeros descensos frustrados, calculé el tiempo aproximado que me tomaría un descenso completo, tomando como referencia el tiempo que supuestamente había tardado en subir y la posible velocidad del ascensor. Estaba convencido de que poseía una noción precisa de los dos valores. La causa de este lamentable error, pienso, fueron las condiciones en las que realicé mi primer y único ascenso, muy lejos, tal vez, de lo óptimo para el cálculo de variables espacio-temporales.
   Mis locadores fueron dos jóvenes mujeres, muy atractivas. Llegué a ellas a través de una recomendación de mi madre. Para ser sincero, no solo la altura en la que se hallaba el cuarto me atraía, sino también, y sobre todo, ambas mujeres. Por su parte, ellas hicieron todo lo posible por convencerme de firmar, no dudando en ejecutar gestos claramente eróticos y proferir discursos subidos de tono, aunque tiernos. El resultado de todo esto fue que en pocos segundos tomé la decisión de alquilar este lugar. La misma noche en que firmé el contrato, ambas mujeres me acompañaron hasta mi nuevo hogar. Cuando ya iban algunos minutos de ascenso, intranquilo, les pregunté cuán alto se hallaba mi dormitorio. Ellas, como toda respuesta, sonrieron dulcemente y comenzaron a tocarme, sobre todo en la zona genital. La tensión y el placer anularon mi preocupación o mi prudencia, y a partir de allí no recordé que me hallaba en pleno ascenso. Entre suaves gemidos de todos, pasamos un largo rato. Al acabar, al fin, luego quizá de algunas horas, exhausto por tanta actividad, las puertas del elevador se abrieron y las mujeres me dejaron en el puente, despidiéndose con el soplo de sendos besos, última imagen de seres humanos que tuve, cortada por un abrupto cierre de las puertas.
    En fin, de esas condiciones pretendí extraer los datos para calcular la extensión máxima posible de la escalera: doscientos kilómetros. Por tanto, no debería tardar más de cuarenta horas en llegar a tierra. Así fue que guardé en mi mochila varios pájaros -pues de eso me alimentaba en aquella época- y una gran cantimplora con agua de lluvia. Descendí durante tres días, durmiendo en los rellanos. En realidad ya había bajado escalones durante cuarenta horas, pues la impaciencia me hacía avanzar más de lo esperado. Dediqué un día más a bajar. Ya no tenía ni pájaros ni agua. Tuve entonces que aceptar ahora probablemente moriría de sed, pues debía subir tal vez durante diez días, y mi organismo no resistiría. Emprendí, no obstante, la vuelta, y si hoy aun puedo hablar es porque llovió durante todo el retorno y la escalera se encuentra a la intemperie. Fueron ocho días de lento ascenso, bebiendo agua de lluvia de extraño sabor ácido. Cacé pájaros con mi honda, pero solo diez u once cayeron en la escalera, perdiéndose los demás en el abismo. Después de llegar de esta última expedición dormí un día entero. Al despertar, la situación era muy semejante a la de hoy. La puerta cerrada herméticamente, los dardos por todos lados.
   Se me ocurre decir que el carácter comestible de los dardos, y sobre todo el bebible, es llamativo, aunque teniendo en cuenta la similitud con los pájaros que antes comía, quizá no lo sea tanto. No dudo, en verdad, de mi capacidad para distinguir un pájaro de un dardo. Realmente estos objetos alargados, con duras y finísimas puntas triangulares, se parecen estructuralmente más a un pájaro que a un dardo. No obstante, no parecen estar vivos. Solo son objetos que se dirigen hacia mí todo el tiempo, que intento esquivar, y que como y bebo. Sucede que tengo tan poca paz que no puedo detenerme a analizarlos. Además, cada vez que trato de hacerlo, la cantidad de dardos que atacan se cuadruplica o quintuplica en pocos segundos. Tantos son que tapan la poca luz que ingresa por la ventana, como un negro enjambre de abejorros. Los dardos no provienen del interior de la pieza, puesto cualquiera sabe que no existe la generación espontánea de dardos, ni aun de pájaros. Alguien o algo -una máquina, por ejemplo-, los arroja desde fuera y atraviesan la ventana rumbo a mi cuerpo. Si yo quisiera ver quién o qué arroja los dardos, acercándome a la ventana, probablemente perdería ambos ojos.
   Hasta mi actual experiencia, creía que todo dardo ha de seguir siempre una trayectoria recta, pero no es así. La realidad nos muestra que su recorrido es de cualquier clase, no sigue ley alguna, excepto la de que, más tarde o más temprano, termina en mi carne. Pueden retroceder, por ejemplo. Incluso muchas veces parecen usar alguna estrategia del tipo "dos pasos hacia delante y uno hacia atrás".

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