La causa de Tito P. en esos años no estaba muy definida. Él solo se dejaba seguir por humanos de todas las edades y etnias. Cuando iba a filmar a la guarida de Di Buglio, decenas de fieles caminaban tras él, murmurando algún tipo de cántico lúgubre. Tito se limitaba a hacerles algún gesto, a rascarse un huevo o, más comúnmente, a mirarlos con tristeza. Nada de ésto significaba algo para él, pero sus seguidores realizaban todo tipo de interpretaciones. Era usual encontrarlos sentados en círculo en las afueras del set, mientras aguardaban el regreso de su líder. Allí debatían sobre el simbolismo de alguna mueca, alguna sonrisa o algún oportuno flato de Tito. Cualquiera se puede tirar un pedo, pero un pedo de Tito podía tener algún significado especial según el contexto. Los más fanáticos decían que no importaba tanto el contexto: un pedo de Tito siempre revelaba algo importante. Por ello era preciso estar cerca de él el mayor tiempo posible. En cuanto a la actividad laboral-sexual de Tito, todos coincidían en que se trataba de algo sagrado. Mujeres y hombres se reunían en algún apartamento de la 258th avenue a mirar los videos pornográficos de su líder y masturbarse. Era un acto en el cual encontraban su conexión con Dios o el diablo, no se sabía bien, pues Tito nunca dijo a quién representaba.
Por el lado de Tito, no había problema alguno. La gente lo seguía, él hacía su trabajo y vivía en paz. No le hablaba al grupo desde su aquel discurso en la marcha pacifista. Los motivos eran la pereza o el sadismo, según el día. A veces estaba de buen humor y se preguntaba si no debía, al fin y al cabo, dedicarles algunas palabras a sus fieles, pero no tenía energía. Prefería hacer algún gesto, sonreir de forma falsa o mear delante de todos. Consideraba que esos actos tenían la misma eficacia que cualquier enseñanza discursiva: ninguna. Otros días se sentía con ganas de dirigirles la palabra, sabía que era lo que ellos más anhelaban, pero sucumbía a la tentación de verlos sufrir. En esos momentos ni siquiera se dignaba a gesticular. Permanecía con el rostro indiferente, neutral, mirando algún punto lejano del cielo de New York. Esta actitud era la más temida por sus discípulos pero a la vez la que más placer les originaba.
Algún día iba a hablar, o no. No era lo más importante. Lo central era seguir a ese pebete quinceañero que, en un día lluvioso de enero de 1990, llegó a sus corazones con la mismísima punta de su órgano sexual.
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